La percepción siempre juega un papel fundamental en la valoración de las cosas.
A menudo atribuimos valor a objetos y experiencias basándonos en criterios externos. Sin embargo, si no hay un deseo presente en la mente, el valor de esos elementos es nulo.
Cuando hablamos de valor o precio en el contexto de bienes y servicios, tendemos a pensar en cifras determinadas por el mercado. Pero en realidad, el valor está ligado a un fenómeno psicológico externo: la demanda de esos bienes o servicios.
El valor surge del deseo, que se mide comúnmente con dinero. En los negocios y en la vida cotidiana, entender este principio es esencial. ¿Cómo podríamos valorar algo que no deseamos? ¿O cómo podría alguien comprar algo que no quiere?
La situación se complica cuando no reconocemos que gran parte de esos deseos son inconscientes. Por ello, solemos atribuir valor a elementos externos. Pero si no hay deseo presente, el valor de esos elementos es nulo.
Una vez que entendemos qué nos motiva, podemos construir valor. Esto implica conectar objetos, sujetos o experiencias con deseos biológicos, que varían en intensidad.
Los deseos biológicos, conscientes e inconscientes, son la base para construir valor. Por ejemplo, al vender un viaje, no ofrecemos solo transporte y alojamiento, sino la satisfacción de deseos como la exploración y la aventura, impulsados por nuestros instintos como especie.
Los deseos cumplidos generan emociones, que son la mayor recompensa biológica. Cuanto más intensa, duradera y positiva sea la experiencia emocional, más valiosa será la oferta.
La competencia en el mercado regula los límites de precio, pero la verdadera construcción de valor radica en la deseabilidad del producto o servicio.
Aunque los argumentos racionales son importantes, el valor se construye principalmente a través de impulsos intuitivos y emocionales.
Además de aumentar la rentabilidad, comprender estos principios nos ayuda a tomar decisiones que protegen la vida y a reconstruir la demanda para mejorar la oferta.
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